« El amor es un viaje de varios destinos, incluyendo a aquellos del sueño y de las ilusiones »
(Jo Coeijmans)
En el terminal de un puerto sureño, la gente se choca y las mochilas se empujan. Mientras el olor a palomitas cosquilla mi nariz, mi corazón dibuja una última sonrisa impasible.
El bus retrocede.
Una última despedida y corro abrigarme debajo una lluvia nocturna. Mis lágrimas se hunden en el Pacífico. Los seres extraños se ahogan en mis oídos.
Esta noche, él se ha ido.
Esta noche, yo me quedé.
Qué ironia más grande para una viajera, ¿no crees?
Rumbo a una casa que no es mía, una vez más pienso en todas aquellas sonrisas rozadas, en todos aquellos labios acariciados y en todas aquellas noches olvidadas. Inolvidables.
Cualquier haya sido la intensidad, reciprocidad o duración, de auqellos amores, todos dejaron en mí poemas mudos, canciones que bailar y palabras castellanas.
En la soledad de un puerto lluvioso, mil y un recuerdos de amores viajeros chocan contra mi memoria vagabunda.
Me quedé por unos cuantos.
Me fui por otros.
Éste desaparece en la lluvia de mi corazón sureño.
En el terminal de un puerto aburrido, me despido de uno de esos encuentros. De un encuentro que me robó una cantidad infinita de horas somnámbulas.
Qué ironía mas grande no lograr expresar sus sentimientos para una redactora, ¿no crees?
Rumbo a una casa que no es mía, una vez más pienso en ese texto muy loco que aconseja no enamorarse de mujeres viajeras.
Existe la posibilidad de que no consiga un trabajo estable. O puede que esté todo el día pensando en dejarlo. No quiere seguir matándose por algo que no es su sueño, sino el de otra persona. Ella tiene el suyo propio, y ya está trabajando en ello. Es autónoma. Gana dinero dibujando, escribiendo, haciendo fotos o cualquier otra cosa que requiera creatividad e imaginación. No pierde el tiempo quejándose de su aburrido trabajo.
ADI ZARSADIAS
Ser místico, la viajera sería una criadura de otro mundo, de un mundo de pasiones y locuras. La viajera sería un ser libre, capaz escalar mares y desiertos, cruzar montes y nubes para entregar un beso envenenado.
Ser mágico, la viajera tendría como « hogar » el nombre de un amor fugaz, imposible o platónico.
Lo admito, al leer el texto la primera vez sentí que la autora no estaba completamente errada. Sentí ciertas palabras retumbar en mi corazón vagabundo.
Lo admito, al recordarme ese texto, sentí mi corazón de alcachofa marchitarse. Sentí que cualquier fuese mi media fruta momentánea, le rompería el corazón para llevarme a lo lejos, unas migas de recuerdo enamorado.
Nunca te necesita. Sabe cómo montar una tienda de campaña y cómo poner un tornillo sin tu ayuda. Cocina bien y no necesita que tú le pagues la cena. Es demasiado independiente y no le preocupará que viajes o no con ella. Se olvidará de esperarte en el aeropuerto para hacer el check-in juntos. Vive el presente con ajetreo. Habla con desconocidos. Va a conocer a mucha gente interesante de todo el mundo, gente que piensa igual que ella y que comparte su pasión y sus sueños. Contigo se aburrirá.
ADI ZARSADIAS
¿Seremos, nosotras las viajeras, seres terroríficos? ¿Seremos tan distintas a las trabajadoras que salen de vacaciones un par de semanas al año? ¿Deberíamos solamente enamorarnos de viajeros capaces navegar montañas y glaciares o correr más allá de los siete mares tan sólo para regalar un beso?
Si fuese tan así, ¿por qué nunca nadie me advirtió del peligro que corría al enamorarme de corazones sedentarios?
Mi corazón vagabundo aprendió el verbo « amar » en el camino. ¿Seré entonces incapaz conjugarlo fuera de las rutas que cruzan una y otra vez los senderos de la vida?
Con su texto, con su sonrisa mañanera y con su manera de decirme que no era para él, intentaron hacerme créer que detrás de mi caparazón de viajera enamorada se esconde el miedo.
Miedo al compromiso.
Miedo al sedentarismo.
Miedo a un no sé que que me haría tomar ciertos riesgos a cada despegue.
De tanto escuchar que las viajeras somos peligrosas para corazones ajenos – y hasta para nuestra propia sonrisa – creí que tenía miedo.
Sin embargo, aquella noche, en el terminal de un puerto gris, entendí con su partida de que nunca había tenido miedo. Más bien, cuando viajo dejo mi corazón abrir las puertas de todos los posibles. Le dejo la posibilidad entragarse por completo a un desconcido de una noche ; susurrar en el silencio de un saco de dormir un « te quiero » inaudible ; cruzar el océano para un amor imposible ; cambiarme de ciudad con la esperanza de volver a verlo aunque fuese una sola vez ; caminar en el hielo para no dejar de seguir sus pasos…
El viaje me enseñó lo efímero.
Aprendí a no tenerle miedo a mi amor, a mis amores.
Aprendí a amar sin condiciones, el tiempo necesario como para que explote una pasión momentánea.
Aprendí a vivir sin saber si mañana me desperataré o no a su lado.
Aprendrí a amar sabiendo que el alba separa caminos.
Aprendí a entregarme por completa aunque hubiera otra esperándole, hubiera otro esperándome, hubiera que subirme a un avión o tomar un tren al sur.
Aprendí a ocupar el único tiempo que conozco : el presente.
En el viaje decidí dejarme llevar. Decidí dar sin contar ya que ninguna despedida podría ahogar la felicidad que hace latir mi corazón cuando me sonríe, comparto un asiento de metro con el o damos la vuelta del mundo juntos.
En el terminal de un puerto olvidado, la gente se choca y las mochilas se empujan. Mientras el olor a palomitas cosquilla mi nariz, decido irme.
Mañana un bus me llevará hacia el Norte.
Mañana un bus me llevará hacia nuevos amores.
A unos cuantos kilómetros de su nuevo hogar, quizás lo vuelva a ver.
Quizás no.
La verdad, ya no importa.
Con su partida se llevó migas de la única riqueza que poseo : mi corazón de viajera vagabunda.